sábado, 31 de marzo de 2007

Escena VIII. La Mona tras las Sedas



A mi padre le encantaba la pesca y nos llevaba todos los fines de semana al campo. Recuerdo que cuando chico gané un concurso de pesca. Había gente de la organización echando peces en medio del río y los chavales que participábamos estábamos saca que te saca peces. Gané un camión lleno de caramelos. Lo pasé muy bien pero no recuerdo desde cuando, tal vez desde siempre, el caso es que en mi interior había una vocecita que me hacía preguntas. Me fijaba como se clavan los anzuelos en las bocas de estos animales y eso tenía que doler, pero nadie hacia comentario al respecto. Se suponía que lo que hacía era correcto y que no tenía que preocuparme por esa vocecita tonta. De madrugada, preparábamos las carnadas, las hacíamos con miga de pan y un poco de aceite. Otras veces parábamos en el camino, escarbábamos en el tierra húmeda en busca de lombrices y las metíamos en un bote de cristal. Armándonos con unas ramas también conseguíamos cazar algunos desdichados saltamontes. Y a la hora de usar estos animales como carnadas volvía a aparecer la vocecita de marras ya que había que introducirles todo el afilado anzuelo en el interior de sus cuerpos.



Cuando tienes los zapatos sucios te riñen, cuando desordenas el cuarto te riñen, cuando pintas en las paredes te riñen... pero con esto no pasaba nada, al contrario, te enseñan, hasta hay documentales en la tele. En un mundo que calla cuando metes un pincho afilado en el interior de un animal, cuando no hay nadie que diga que eso puede que no esté bien, cuando todo está en silencio mientras el cuerpo de un animal se va arqueando y adaptándose lentamente a la curvatura del anzuelo... en ese mundo debe haber algo que no marcha bien. Por lo menos a mi me lo parece, a mi y a esa vocecita que me lo indica, y por eso creo que este mundo está como está, pero eso lo descubrí más tarde, con los años que me apartaban de mi niñez. Niñez con la que pasaba muchos ratos en la azotea de mi casa, donde un día me llevé yo que se cuanto tiempo disparando a los pajarillos, deseando cazar alguno. Apunté a un gorrioncillo que se posó en la antena de televisión. Disparé. Le di. Cayó a la calle. Bajé corriendo. Bajé contento. Lo había conseguido. Lo puse en la palma de la mano. Noté su calor...

Hoy no pesco, hoy no cazo, no dicen que tengo sentido común, no dicen que intento respetar la vida, y por poner nombre, que a todo se lo ponen, vegetariano me llaman. Solo intento sentir y ver las cosas como verdaderamente son. Poco a poco fui dándole la importancia debida a la conciencia, a pesar de las indicaciones de innumerables voces presumiblemente más elocuentes, sensatas e inteligentes.



Coged a una duquesa, condesa o reina, vestidla con los mejores trapos, instalarla en un restaurante de veintitantos tenedores, limusina en la puerta, camareros serviciales, música clásica de fondo... Ahora servirle el plato especial de la casa, que puede ser pollo pero con nombre afrancesado para dar un toque más elegante a la situación. Bueno, sólo quería decir que al contemplar esa escena hecho un vistazo al tiempo pasado y veo que el ser humano no ha cambiado mucho desde el tiempo de las pieles y la búsqueda del fuego. Tras la llamada elegancia en el comer y en el vestir, yo consigo vislumbrar a la mona tras las sedas. Hay cosas que aún son difíciles de apreciar en este mundo. Conseguir ver a un animal comiéndose a otro, desgarrando sus carnes, parece mentira, pero a veces cuesta.

Recuerdo una serie de televisión llamada V, iba de una invasión de extraterrestres. Los guionistas de esta serie querían que los espectadores sintiéramos asco hacia los invasores y nos los ponían abriendo sus bocas y engullendo ratas, que creo recordar eran su manjar preferido. Con este tipo de películas nos han metido una especie de temor a que algún día vengan de ese espacio exterior a acabar con este mundo. En realidad esos seres ya están aquí, ya estamos aquí. No hace falta que venga nadie de afuera a destruir esto, nos valemos sólos. ¿Qué más da que sean ratas?, pollos, corderillos, cerdos, palomas, angulas... extenso menú donde elegir.

Ojalá que algún día comencemos a hacer caso a esa pequeña e impercepitible voz interior y tengamos la suficiente fuerza para hacer oídos sordos a lo que nos grita la voz emitida por la boca de nuestro estómago, entonces, cuando entremos en una carniceria, veremos eso, una carnicería.

¿Qué está riquísimo un plato con dos huevos y una chuleta? Pues claro, ¿a mi me lo vais a decir?.

Y si hay que ir a la guerra, yo el primero en ir, en ir a decir que no, que nanay de la china, que basta ya, que hay oficios más interesantes y nobles que el de militar, como el de hacer puñetas.

Y todo esto se lo debo a esa vocecita, a esa conciencia por fin desatada, alegremente desvergonzada e incluso frecuentemente insolente, pero mía, y no la implantada con remiendos de otros. Aunque trabajo y sacrificio cuesta, le he prometido constancia. Serle fiel devoto, una espinosa labor diaria. ¿Qué me equivoco? constantemente, ¿y quién no?, pero hago menos daño con ello.



El saqueo había sido todo un éxito. Pedro llegó a su calle y esperó pacientemente. Quiso asegurarse de que no lo estaban esperando. Con lo que había liado, fue raro que tras media hora de vigía las inmediaciones de su casa permaneciera sin actividad policial. Armándose de valor, subió. Sabía que sus padres no estarían. Cena de negocios.

Cogió una cacerola y puso a hervir agua. Su última comida sería un guiso de caracoles, pero se lo comería con ganas, y encima daría un escarmiento a la gente. Llamaría a la tele, lo haría en directo, ante las cámaras. Lo tenía todo planeado. Lo malo es que nunca antes había hecho un cocido de estos. En el anterior mundo de Pedro, casi se había convertido en tradición saborear esta especialidad gastronómica en cualquier bar de Sevilla, pero prepararlo por el mismo, nunca. Detestaba la cocina. El agua empezaba a hervir. Cogió los moluscos. Los echó. No sabía que preparación llevaba aquello. Le hecho un tomate, un pimiento, picante, ajo, guindillas, sal y canela molida.

Dejó que aquello cociera, salió de la cocina, buscó en la guía de teléfono un canal televisivo. Iba a marcar el número cuando se giró despacio. Le había parecido ver algo sobre la silla. Se quedó pasmado. La ropa de nazareno estaba allí, bien planchada. No la había vuelto a ver desde el ingreso, y su madre le había jurado que se había desecho de ella, que la destrozó a pedacitos. ¿Entonces, que ocurría? La observó con cuidado. ¿Sería verdad lo que se le venía a la cabeza?

_ Un momento, un momento, tranquilo…no será que todo a vuelto a…

En su desesperación, una pizca de esperanza le comenzaba a llenar el alma de inmensa alegría y sosiego. Pensaba, cada vez con más certeza, que aquella locura estaba terminando, que todo volvía a su lugar, a la bendita normalidad. La pesadilla concluía. Miró el capirote, si este no tenía la abolladura que le hizo el chaval de la propaganda, sería una prueba segura de que…

_ Sí, sí.



Empezó a reír, luego a llorar. El capirote estaba intacto. Se puso de rodillas.

_ Perdóname señor. No se... el que... todo esto, intentaré comprender… en lo mas hondo de mi inmortal espíritu de humildad… señor… digo yo… que algún día entenderé algo, porque lo que es ahora no se… si puedo, no… no puedo…en verdad señor, yo no se si…señor…oh, señor…oh, señor…mi espíritu de humildad no viene al caso, señor…no tengo idea, señor…ni idea de lo que…

_¡Policía!

Un potente megáfono interrumpió la extraña oración de Pedro.

_¡Queremos ayudarle, baje inmediatamente! ¡Tranquilícese, y no haga locuras!

¿El puñetero mundo de los caracoles se le venía otra vez encima? ¿Continuaba la pesadilla? La angustia, inquietud, y el revuelo alimentaron nuevamente el corazón de nuestro amigo ¿Entonces, como es que estaba allí esa ropa? Aquello embarulló aún más el barullo embarullado. Con sigilo se aproximó a la ventana, descubrió un poco la cortina. Tres coches de patrulla. Agentes desviando el tráfico. Gente. Bulla. Alboroto. De un salto volvió al teléfono. Seguiría con el plan trazado. Buscó y marcó el número de la cadena televisiva. Esperó impaciente.

_ Venga, venga. Rápido, rápido, vamos…

_ TeleConcha, dígame.

_ Mire, voy a tirarme de cabeza desde un cuarto piso con una cocido de caracoles. Vengan a la avenida de El Greco, frente a la fábrica de cerveza. ¡Dense prisa! ¡Aligérense! ¡Que me tiro! ¡Que me tiro! Colgó. Miró la ropa de nazareno.

_ Haré las cosas bien hechas.

A toda prisa se colocó la vestimenta, incluyendo el capirote.

_ Tengo que aligerarme. Van a subir, van a subir.

Va a la cocina. Agarra la cacerola. Se quema las manos. Coge un trapo. Echa agua fría. Prueba un caracol. Asqueroso. Tremendamente picante. Vivo. Se da cuenta que los caracoles aún están vivos . Mete la cabeza en el fregadero, escupe, vuelve a escupir. Va a la puerta. Mira por la mirilla. Vía libre. Sube las escaleras. El capirote le impide ver bien. Llega al portón de la azotea. Abre. Sale. Cierra. Introduce de nuevo la llave. La gira. La rompe. Corre por la terraza. Tropieza. Se cae. Rueda el guiso. Recoge del suelo los caracoles desparramados. Sube al poyete. Mira hacia abajo. Nota vértigo. Siente miedo. Cada vez más gente. Ve llegar el coche del canal televisivo. Empieza a comer los caracoles vivos. Le da Fatiga. Vocifera.

_ ¡Soy nazareno, cabrones! _ absorbe un caracol _ ¡Esto que estoy comiendo son caracoles, hijos de puta! _ absorbe otro caracol _ ¡Soy de la hermandad de los panaderos! ¡Mi hermandad, mamones, mi hermandad! _ absorbe otro caracol _ ¡Vivan los Panaderos¡ _ absorbe otro caracol _ Antes de saltar… _ ¡Que asco coño!¡…antes de que estos bichos y yo nos partamos los cuernos… _ al absorber el siguiente caracol le ponen una mano en el hombro.

_ ¿Que haces Pedro?

_ ¡¡AAAHHH!!



El nazareno se lleva tal susto que hasta se le arremangan los huevos. Pierde el equilibrio y anticipa con ello una trágica caída. Intenta ganar la estabilidad sacudiendo bruscamente las caderas, pero la olla de caracoles se lo pone difícil, pareciendo aquello una especie de baile gastronómico. El antifaz impide ver como la cara ha adquirido el color de los asiáticos, pero se puede adivinar la conmoción sufrida contemplando como los globos oculares tratan de escapar por los ojales.

Y es que una cosa es tirarte porque quieres y otra muy diferente, tirarte sin querer. Había sido su padre el de la manita. Alberto estaba allí, las prisas, el barullo y el mismo antifaz habían impedido que reparara en él. Estaba subido también en el poyete, en calzoncillos, con su enorme tripa de verdad, como siempre desaliñado. Ya no era el apuesto personaje, sino el de siempre, el que daba asco, vamos. Desnudo de cintura para arriba se apreciaba las estelas babosas que algunos caracoles marcaban en su pecho.

_ ¡Papá!

Alberto no respondió. Miró a la calle. Fijó la mirada en la acera. Volvió a sonar el megáfono.

_ ¡Usted, el nuevo! _ se dirigían al nazareno _ ¡Quédese también quieto, hombre!

Se notaba el desconcierto del agente. De repente se le había unido al espectáculo un nuevo suicida. La policía estaba allí por Alberto, y éste no había subido a la azotea precisamente para tomar el sol con sus queridos bichos, sino para lanzarse al vacío con ellos, al igual que su hijo con los de la cacerola. La duda retornó. La interrogación anterior de nuevo. ¿Dónde se encontraba? ¿En el mundo de los caracoles o en el de los capirotes?


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