viernes, 30 de marzo de 2007

Nazareno. Escena IV. Caracoles en el Psiquiátrico



Un sargento de la comisaría situada en la Calle del Campo, no muy lejos del domicilio de Pedro, escuchaba con atención las respuestas que éste daba. Sólo una vez había tenido un encuentro desagradable con la policía, con la de tráfico, lo pararon con unas copas de más y le retuvieron el carnet de conducir durante un año.

_ No entiendo por qué me mantienen retenido haciéndome esas preguntas tan estúpidas. ¡Desearía irme en estos momentos! ¡Ahora! ¡Ya!

_ ¿Considera usted una pregunta estúpida el preguntarle por qué lleva esa vestimenta?

_ ¿Vive usted en Babia o qué? ¿Semana Santa, recuerda? Semana Santa ¿O a lo mejor, es que tenemos ganas de cachondeito, eh?

_ ¡Ah, ya...! Semana santa. Humm... y dígame... ¿Qué es una semana santa?

Pedro lo estaba pasando bastante mal. No entendía que demonios ocurría. No era normal que le interrogaran de esa manera. Parece que intentaban burlarse de él, ¿pero por qué? No aguantaba más, perdió el control. Contestó amenazante.

_ ¡Una semana donde los policías de mierda como usted no saben hacer otra cosa que tocarle los huevos al primero que encuentran! ¡¡So pedazo de mamón!!



¿A quién se le ocurre? Tan sólo diez minutos más tarde se encontraba en el interior de una ambulancia, en compañía de un agente, camino de la unidad de psiquiatría del Hospital de Lázaro. El coche de patrulla habría paso. Pedro podía divisar la calle a través de la franja translúcida de los cristales ahumados del vehículo. Giraron hacia la Avenida Luis Montoto donde antiguamente se celebraba un Vía Crucis fundado en 1521 por Fadrique Enríquez de Ribera, primer marques de tarifa, tras su viaje a Tierra Santa. Esta manifestación religiosa se había perdido, pero era aún recordada por el Monumento de La Cruz del Campo. Este mismo mediodía se había tomado la última cerveza en el “Templete”, bar situado justo al lado. Hasta recordó que lanzó un hueso de aceituna a una de las palomas que como huéspedes lo rondaban siempre. Pedro quedó totalmente aturdido, no lo veía, el monumento… había desaparecido, sorprendente, pero cierto, así de sencillo. El espacio lo ocupaba otro bloque más de pisos. ¿Cómo era posible? No podía ser, no se podía destruir y construir otro edificio en tan sólo un día. La ambulancia seguía avanzando, sin prisas.

Algo más adelante debía quedar la Parroquia de San Benito. Esta noche pasada, sobre las dos de la madrugada, y junto a su novia Isabel, había presenciado como se recogían los tres pasos de esta cofradía. La Iglesia no estaba. En su lugar había otro bloque de pisos y en los bajos una tienda de todo a cien. Miró al policía esperando que le disipara sus dudas. El agente se limitó a observar a Pedro, luego alzó levemente la cabeza, aguantó por un momento la respiración, y estornudó.

_ Jesús _ dijo Pedro, y esperó el "gracias".

El policía sacándose un pañuelo del bolsillo le respondió.

_ No me llamo Jesús.



Llegaron al hospital. La joven psiquiatra llevaba un curioso peinado. Sobre su frente le colgaba un mechón a lo Estrellita Castro. Estudiaba los movimientos, gestos y expresiones de Pedro. Se requería una valoración clínica indicando la necesidad forzosa del ingreso como la medida terapéutica más apropiada para el sujeto en esos momentos. Sólo papeleo, dadas las circunstancias. En la comisaría, y tras comprobar los datos facilitados por el detenido habían podido localizar a sus familiares. Estaban a punto de llegar. La doctora se dirigió al paciente.

_ Bien, Pedro. Quiero que intentes explicarme como es que tú y yo nos hemos conocido esta noche, en este centro, y... también siento curiosidad por la ropa que llevas puesta, ese antifaz tan... especial.

Pedro seguía intranquilo, inseguro tras las experiencias anteriores. Estaba tenso. Tan sólo un par de horas antes su vida había transcurrido con total normalidad. Ahora se veía sometido, privado de su libertad y eso le desgarraba. Había hecho siempre lo que quería. No entendía ni admitía que unas pocas personas pudieran dirigir su vida, que pensaran por él pero aún así hacía un gran esfuerzo en aparentar la serenidad que requería la situación tratando de demostrar que que no tenía por que estar allí, vigilado por esos dos enfermeros cachas, mientras la señora que tenía en sus manos la decisión de encerrarlo o no, lo observaba como un científico a un ratón de laboratorio. Tantas e intensas sensaciones extrañas le habían provocado una gran ansiedad. La sequedad de boca le había hecho pedir agua en varias ocasiones. Se llevó el vaso a los labios. Tomó un sorbo. Habló.

_ Mire usted señora, entiendo que esté aquí para realizar su trabajo lo mejor que pueda, pero debo indicarle que no es necesario que se tome esa molestia conmigo. En mi caso ha habido una gran equivocación. Debo reconocer que tal vez me pasé un poco al insultar al sargento en la comisaría, pero fue debido a un malentendido. Estoy seguro que ese hombre aceptará mis disculpas, sin ningún otro tipo de formalismos, porque será lo primero que haga en cuanto pueda, téngalo usted por seguro. Quiero que sepa que tengo un profundo respeto por todas esas personas que velan diariamente por nuestra seguridad, también, lo admito, que tengo mucho temperamento, y aunque esto no son excusas, ni me libra de la culpa, creo que…



_ ¿Y esa ropa Pedro? , explícame lo de esa ropa.

_ La ropa, bueno, está claro, debería estar ahora con mi hermandad, pero hoy no podrá ser, no pasa nada, tranquilo, no hay que darle más vueltas, si no puede ser, pues nada, no puede ser, además…

_ Bien, bien, Pedro, tranquilízate… ¿Entonces, según dices, perteneces a una hermandad? ¿no es así?

_ Sí. Hermandad de los panaderos.

_ De los panaderos _ repitió con tacto la psiquiatra.

_ Sí. La Hermandad de Los Panaderos, capilla de San Andrés... ya sabe.

_ Ya… San Andrés... y dime Pedro...

Una enfermera les interrumpió.

_ Los familiares del paciente acaban de llegar, doctora. ¿Les hago pasar?

_ Sí, hágalos entrar.

Pedro se encontró el cielo abierto. Se sentía fuera de aquel sitio. Su padre y su madre pasaron a la sala. Sí, su madre, la que los había abandonado hacía unos cuantos años, estaba allí.

_ ¡Mamá!

_ Sí, hijo, no te preocupes. Lo solucionaremos todo.

La mujer tenía muy buen aspecto a pesar del rostro marcado por la preocupación. Curiosamente llevaba el mismo peinado que la doctora, con un mechón en forma de caracol. Se abrazó a su hijo. El padre, con firmeza, se dirigió directamente a la psiquiatra.

_ ¿Podrían explicarme que ha sucedido? ¡Exijo inmediatamente una explicación! ¿Cómo te encuentras, Pedro?

_ Caballero, la explicación me la estaba dando su hijo. Creo que debería usted calmarse y tener la gentileza de tomar asiento.

_ Estoy calmado señora. ¿Estas bien, Pedro?

_ Estoy bien, papá, no te preocupes. Me alegro que hayas vuelto otra vez con nosotros mamá, estas estupenda, nos iremos en seguida, tenemos que hablar, los tres tenemos que hablar, ¡Ah! y papá nos tiene que contar el secreto de ese cambio tan bestial de peso, aclararemos a la doctora este incomprensible y lamentable error y nos iremos por esa puerta inmediatamente ¡Me has dado una gran alegría mamá!



Pedro se abrazó a su madre y lloró como un niño chico.

_ ¡Cuanto tiempo mamá, cuanto tiempo!

La mujer no entendía, pero abrazaba a su hijo mientras observaba aturdida su indumentaria.

_ Demasiado tiempo sin madre, mamá, demasiados años sin verte, mamá, oh mamá, te perdono, te perdono...

_ ¡Qúe dices hijo! ¡Esta misma mañana te he preparado el desayuno!

Pedro se sobresaltó

_ ¡No me asustes, hijo! Dime que haces con esa ropa y ese capirucho. ¿En qué rara fiesta te has metido esta vez? ¿Por qué vas descalzo? Anda, acláranoslo por favor, sabes que puedes confiar en nosotros, lo entenderemos.

_ Señora, cálmese, y deje que su hijo continúe _ comentó la doctora _ me estaba hablando de su oficio de panadero ¿No es así, Pedro?

Su padre y su madre quedaron mudos. Ahora sí aceptaron las sillas que les habían ofrecido al principio. Desconcertados, esperaron atentos la respuesta de su hijo.

_ ¡Mamá! Hace una eternidad que no me preparas el desayuno.

Comenzó tal cruces de miradas que casi se hacen un nudo. Pedro guardó silencio y miró a su padre, el padre miró a la madre, la madre miró al padre, el padre miró al hijo, el hijo miró a la madre, la madre miró al hijo, el hijo quiso mirarse a si mismo, pero se le empezaron a hundir los ojos y volvió a emplazarlos a la ubicación original.

_ Hace ya más de siete años que no me preparas el desayuno, hace ya más de siete años que no le preparas el desayuno a tu marido, hace más de siete años...

_ ¡Hay mi niño, hay mi niño!

_ ...que no se te ve el pelo, así que no sé de que va esto. Después de tanto tiempo vienes como si tal cosa, y encima con guasa ¡pues no señor! ¡hoy he desayunado churros! ¡Papá y yo llevamos siete años comiendo churros! Y usted, doctora, sepa que yo no he afirmado que sea panadero sino que pertenezco a la hermandad de los panaderos, que es diferente. ¿Pero bueno, que broma es esta, me están tomando el pelo?

_ ¿Cómo puedes pertenecer a una hermandad de panaderos sin ser panadero? _ preguntó la doctora.

_ ¡¡Qué!! ¿Está usted con la caraja? Es como pensar que todos los de la hermandad de los Javieres se llaman Javier. ¡La ostia! Esto no es una gota, es usted la que está metiendo su gordo culo en el vaso para colmarlo. ¿Pero que mierda pasa aquí? Lo repito, hoy he desayunado churros. Me estoy hartando de este jueguecito, me estoy hartando. Algo ha cambiado en esta puta ciudad y parece que me han dejado al margen. Hasta los edificios han cambiado, la ostia puta, la ostia puta, esto es la leche, esto es la leche. Y leche de cabra.



La doctora echó una leve mirada a los enfermeros. Comprobó que éstos estaban atentos a cualquier giro violento de la situación. Continuó.

_ ¿Dices que los edificios no son los que eran?

_ Sí. Han cambiado las iglesias por tiendas de veinte duros. Bueno, de euros, no se exactamente cuantos. Si un euro son ciento sesenta y seis con... ¿cuántos céntimos de euro era? no se...no recuerdo los céntimos, bueno... que más da, si un euro son ciento sesenta y seis aproximadamente, cien pesetas tienen que ser...bueno... no sé...si divido 166 entre 100...no, divido 100 entre...

_ Ya ¿Parece que los euros te confunden un poco, verdad? No te preocupes Pedro, estamos aquí para ayudarte. ¿Dime, esa hermandad de la que hablas, a que se dedica?

_ ¡Me cago en mis muertos! ¡No necesito ayuda,! ¡Sino una calculadora!

Miró a su alrededor. Estaba realmente excitado, confuso, totalmente desorientado.

_ Casi todo el mundo tiene una calculadora. Las niñas de la tienda de veinte duros de mi calle tienen una ¡Y no están locas!¡Sí, dígame! ¿Cuántas personas están ingresadas aquí por culpa de los céntimos de los euros de los cojones? Vamos, responda ¿Cuántas?

La doctora se limitaba a observarlo, imperturbable, haciendo juego con la fría estancia. ¿Qué intentaban hacerle? ¿Sería una broma? Puede que fuera una broma, sí, una de muy mal gusto, muy puñetera. Podría comprobar si era cierto, así que intentó calmarse y comentó algo esperanzado.

_ Mirad, como esto vaya de cachondeo… como sea una especie de burla para un programa de la tele o algo parecido, al final me vais a tener que ingresar de verdad porque pienso cargarme a unos cuantos. ¿Serán mamoncetes? Ja,ja… _ Esperó que le acompañaran con sus risas y confirmar así la idea, pero todos permanecieron en un gran mutismo que le acongojó aún más. Nunca antes había visto a unos padres tan angustiados. Se dio cuenta que aquello no era ninguna guasa. Sea lo que fuera, pasara lo que pasara, iba muy en serio. Fue en ese instante cuando se vio seriamente en dificultades, ciertamente en peligro, sin salida, y lo peor de todo, sólo.



_ ¿A qué se dedica esa hermandad, Pedro? _ la insistencia de la doctora provocó una brusca respuesta en el paciente.

_ ¿Pero que coño le pasa a usted? ¿Eh? ¿Qué coño os pasa a todos? ¿Con qué mierda de juego se está divirtiendo todo el mundo, menos yo?.

Crispado, casi tira la silla al levantarse. Los enfermeros se pusieron en guardia. Uno de ellos le dijo que se tranquilizara agarrándolo fuertemente del brazo. Al hacerlo tintinearon los amuletos de la pulsera que llevaba. Pedro la observó. Eran pequeños caracoles dorados. Comenzó a darse cuenta que el peinado de su madre y la doctora no eran una coincidencia. Esos malditos caracoles tenían mucho que ver con él y con toda aquella locura por la que estaba pasando. Fijó la mirada en un almanaque colgado en una de las paredes de la estancia. Cuando entró no le prestó mucha atención, pero de repente cobró la que tenía, la que verdaderamente merecía. Una imagen acompañaba al calendario. Reflejaba la erupción de un gran volcán. De su cráter surgía un enorme y luminoso caracol dorado, portando sobre su caparazón a ocho hombrecillos con apariencia angelical. En letras doradas se leía:

“Y oí gemir a Gea. Y de su vientre tembloroso brotaron los ocho signos. Y vi en el cielo una gran señal y los signos adquirieron forma humana. Y contemple como domaron y montaron al Gran Caracol” Neolodato II, 24.



¡Sorprendente, aquello era exactamente el delirio de su padre!. Esos hombrecillos y ese caracol eran el trastorno mental de su padre Alberto, el motivo por el que le habían encerrado tantas veces, por lo que le diagnosticaron esquizofrenia, por lo que le atiborraban de pastillas hasta dejarlo en la cama casi como a un vegetal. Delirio.

La psiquiatría llama delirio al convencimiento firme en algo que no es verdad. Una idea delirante es un pensamiento equivocado originado por trastorno o desorden psíquico y que se mantiene a pesar de cualquier razonamiento lógico. No olvidaba los primeros indicios de la extraña enfermedad de su padre, unos comentarios que no venían al cuento referentes a unos caracoles, en una conversación sobre la factura de la luz. Pedro creyó que su padre estaba bromeando y le indicó que se dejara de tonterías, pero Alberto siguió con la retahíla. Pronunciaba ideas tontas y sin sentido propias de un niño de cinco años, refiriendo pensamientos infrecuentes y disparatados para cualquiera que tuviera un poco de sentido común.

A partir de ese día todo cambió. Algo había estado cuajando en el tiempo, condensándose en su mente hasta germinar, desarrollarse y dar los amargos frutos de la demencia. El desvarío, la insensatez, el absurdo y el sin sentido fueron los alimentos de una mente abocada a la destrucción. Nunca hubiera creído que su padre pudiera llegar a ser víctima de este tipo de enfermedad, a ser un perturbado de esos perdiendo todo contacto con la realidad. Pero así fue. Adquirió nuevos hábitos y una especie de religión basada en la creencia de que en un futuro no muy lejano unos hombrecillos traerían la paz y felicidad a este mundo. Llegarían montados en un enorme caracol dorado, después de un gran terremoto.



_ ¿Papá, qué hace esto aquí? _ preguntó sin dejar de mirar el almanaque. _ ¿Qué está pasando mamá? _ La miró intentando vislumbrar algo, advertir en su ojos una señal de ayuda, cualquier cosa que le orientara en aquel denso barullo, pero éste se espesó aún más cuando contempló del cuello de la madre el destello de una gargantilla de oro con tres figuritas. Un volcán, un caracol, y un hombrecillo.

Pedro se vino abajo, se dio por vencido. La locura de su padre había cobrado vida materializándose inexplicablemente en todo lo que le rodeaba. Aquello que estaba pasando no era racional, y entendió que usar la razón en este tipo de situaciones no serviría de nada, estaba a merced de ella y de sus acontecimientos, por muy extraños que estos fueran. Pasara lo que pasara, tratarase de lo que se tratase, había algo que iba a por él, que quería hacerle daño, y que al menos de momento no podía hacerle frente. Se dio por vencido. Se sentó. Guardó silencio. La doctora puso sobre la mesa un impreso.

_ Pedro. Esto es un hoja de ingreso voluntario. Fírmala y todo irá mejor. Es por tu bien y el de tu familia.

Lo leyó. En efecto, se trataba de un documento de ingreso voluntario. Su aprobación al internamiento psiquiátrico. Dirigió la mirada a sus familiares. Intentó hablar con toda la calma del mundo. Quemó su último cartucho tratando de reflejar un estado de entereza y serenidad que hiciera parecer innecesario todo aquello.



_¿Y si no lo firmo?

_ Un sencillo análisis de la situación indica que en estos momentos tienes un despliegue anormal de síntomas y actividades extravagantes. Lo evidencia el disfraz que llevas puesto y las alteraciones del pensamiento, como esas ideas extrañas sobre los edificios y las hermandades. Del mismo modo reflejas un estado de excitación cercano a la agitación y ésta, bajo el punto de vista clínico, se estima como estado de emergencia. Se considera el internamiento inmediato como la medida mas indicada, ya que el enfermo puede hacerse daño o hacérselo a un tercero. Según el informe, en la comisaría insultaste y estuviste a punto de agredir a un oficial de policía, sin mencionar el incidente en la vía pública, que no sabemos como hubiera terminado sin la intervención de los agentes. Este centro se responsabiliza desde estos momentos de tu seguridad y con ella la de las personas que te rodean. En estos casos, desgraciadamente habituales, el internamiento debe llevarse a cabo sin esperar autorización judicial alguna. Si firmas, estarás evitando molestias innecesarias y cooperando a tu recuperación. Es por tu bien, Pedro.

Pedro volvió a mirar el almanaque, luego a sus padres, bajó la cabeza. No se le ocurrió decir otra cosa.

_ La hostia.


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